Realmente no puedo decirles con detalle de dónde venía Doña Tencha, de ninguna manera se preocupaba por hablar de ello, de su familia, de sus hijos, pero podría decirse que fui afortunado al conocer un poco de su pasado y ¡hasta de su presente!
Una mañana la conocí vendiendo sus tamales y atoles en la esquina de Jesús Carranza y Rivero, cerca de la panadería, porque allí pasábamos muchos, desde niños a las escuelas hasta los mayores que iban cargando sus materiales para la fabricación de zapatos en sus pequeños talleres; por esos días en Tepito había este tipo de negocios (mi Papá me decía que de niño lo ponían a abrocharle las agujetas a los zapatos que fabricaban mis abuelos), mientras algunos jóvenes se dedicaban al boxeo, por lo que el comentarista Jorge “Sony” Alarcón narraba en sus transmisiones que alguno de los contrincantes salían de Tepito, el “barrio bravo”; hoy todo el panorama es muy diferente.
Doña Tencha llegaba como a las 6 de la mañana y para las 10 ya había terminado con la venta de sus tamales y atoles, muchas veces la vi desde la ventana del edificio de departamentos, en Rivero, que habitaba con mis padres, cerca de Santa Lucía, en donde tenía varias comadres. Una de tantas veces me acerqué a comprarle y repentinamente la vi llorar, escurrieron sus lágrimas, dobló su mandil, no dijo nada,y en silencio las secó, después, me dijo que con frecuencia se acordaba de sus tres hijos: uno ya era licenciado, la mujercita llegó a psicóloga, pero se casó y nunca terminó la carrera; y el tercero había estudiado “eso de las computadoras”, pero de los tres poco sabía, casi nunca la visitaban y mucho menos le enviaban dinero “para que me sostenga”. De su padre tampoco sabía gran cosa, un día se fue a la “Yucatán”, un bar cercano a la glorieta de Peralvillo, en donde ocasionalmente se veía con sus amigos Conrado y Guillermo; pero al parecer, me dijo Doña Tencha, “encontró otro camino y nunca regresó”, valiéndole nada dejarla con sus tres muchachos pequeños, y, dentro de su “poca escuela” por eso empezó con la venta de sus tamales y atoles y de ahí sacó para darles a sus hijos los estudios.
Algunas veces la veía en la otra esquina de Rivero con la calle de Peralvillo, cerca de una tienda de muebles, pero sacaba mayores ingresos en el otro lado, aquí prácticamente sólo compraban los vendedores de aquella tienda, los despachadores de la gasolinera cercana, o quienes iban a la iglesia de Santa Catarina para la misa de 6.
Hasta donde pude darme cuenta no era muy adicta a las amistades, terminaba su venta y luego la iba que salía para las compras de la manteca, la masa, las hojas, pasas, y todos sus ingredientes para sus tamales y atoles: regularmente con dos bolsas cruzadas en un solo brazo, su rebozo –que también lo cruzaba sobre la cabeza “para evitar el frío”, su mandil verde con blanco y con paso rápido cruzando la calle.
Sinceramente no sé por qué me tuvo confianza para platicarme de sus hijos, de su antiguo esposo, pero sólo a medias, notoriamente se veía que le causaba dolor ese tema. Por ahí, sin decirme quién, le dijo que había visto a uno de ellos, acompañado de su familia, con su esposa y un niño pequeño, por allá por los rumbos de Mixcalco, cerca de la Merced, pero al reconocerla caminó rápido y evitó cualquier acercamiento con la comunicativa vecina de Doña Tencha, que vivía en una pequeña habitación en la azotea de los departamentos cercanos a la terminal de camiones Flecha Roja, que iban para Pachuca y salían de la calle de Matamoros.
Unos primos empezaban con sus pretensiones de la música y el padre en la iglesia de Santa Catarina, me acuerdo, les dio la oportunidad de “tocar en las misas”; esos eran los tiempos en que se daba la transición entre las que daban en latín pasando al español. Los niños en las misas por esos se aburrían al no entender la misa y su inquietud los llevaba a moverse debajo de la banca de madera y juguetear unos con otros. En ese caso la oportunidad se acabó cuando el sacerdote los sorprendió “echándose unos tragos durante sus tardes de los ensayos”
Doña Tencha nunca faltaba a las misas dominicales, a más tardar a la de 8 ya estaba ahí, y después la veía caminar rumbo a Fray Bartolomé, en donde, después supe por otros vecinos, se sentaba en las bancas cerca del campo de futbol a ver cómo jugaban los jóvenes deportistas. Alguien por ahí también la vio llorar alguna ocasión, pero nada más y no sabían si era por la emoción del juego o por otra causa. También la veían observando la ropa infantil en el “Antiguo Paje”, por minutos parecía que acariciaba los cristales y su pensamientos se iban quién sabe hacia dónde.
Toda esa disciplina con el tiempo cambió repentinamente. Ese día, me acuerdo porque no fui a clases en la escuela, salí para comprarle tamales y atoles para mis papás y mi abuelita Beatriz, y se me hizo extraño ver un grupo de compradores alrededor de la mesa, los botes de tamales y atole de Doña Tencha, se oían sus murmullos pero yo no identificaba sus palabras con claridad, me acerqué y me preguntaron por ella, al parecer nadie sabía a dónde había ido, dejando el puesto descuidado.
Entonces pensé, sin identificar con claridad por qué, y caminé en sentido contrario hacia la esquina de Rivero y Peralvillo. A la distancia, a media calle, cerca de un museo, vi a Doña Tencha que caminaba como rumbo a la iglesia, vestida de blanco completamente, con un rebozo muy fino, que hasta parecía de seda, grité para llamarle, volteó para verme, alzó su brazo izquierdo y lo movió como diciéndome adiós, sin detener sus pasos, la vi serena pero segura en su camino.
Luego creo que me desmayé, no recuerdo qué pasó después, pero el detalle es que de Doña Tencha ya nadie supimos hacia dónde fue porque dejó todas sus cosas abandonadas, tanto en sus modestas habitaciones, como sus utensilios de cocina, sus botes de tamales y atoles. Hoy comparto esto, porque son de esas experiencias que uno vive y que propiamente no tienen muchas explicaciones a través de la razón.
Edmundo Palacios
PD: La imagen no es de Doña Tencha… aunque pudiera ser
Comments