“Ser o no ser, ésa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?… Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir… y tal vez soñar”. Hamlet
En casa hubo siempre más libros que comida. Por alguna extraña razón la madre que nos tocó a mis tres hermanos y a mí, tenía un desdeñoso sistema de valores que no se conjugó a favor de nuestra salud. Por lo tanto entender, en teoría, lo que significaba una comida balanceada, era una práctica común al leerlo en cualquiera de las enciclopedias de nuestra biblioteca, pero jamás lo fue en la práctica, en el refrigerador y mucho menos en nuestro estómago.
¡Comida, qué calamidad!
Era de nuestro conocimiento que si queríamos comer debíamos ayudar a mamá a cargar las bolsas del supermercado, aunque por el incremento en los precios, cada vez eran menos. Una de las muchas desventajas de formar parte de una familia monoparental, o eso había entendido al leer uno de los libros que tenía en la sala.
Honestamente no era un disfrute ir al supermercado, por lo menos, nunca lo fue para mí. Hasta que aprendí a empaquetar. Mientras mi madre y mis hermanos verificaban precios y hacían cuentas a ver que se podía o no llevar, yo me quedaba en alguna caja, embolsando los víveres de los demás clientes. Con las monedas que ganaba, por dicho “trabajo”, pagábamos el pasaje de la camionetica, y así evitábamos ir caminando los ocho kilómetros de vuelta a casa.
Una vez en nuestro hogar debíamos guardar y organizar…luego cocinar. ¡Qué fastidio! Para nosotros, que teníamos menos de 10 años de edad, nos parecía una vil injusticia… ¡qué tiempos aquellos!
Cuando miro al pasado, me doy cuenta que muchas de las “dificultades” por las que atravesaban los padres, para poder llevar un plato de comida a la mesa, no era nada comparado con lo que pasan muchas familias de la Venezuela de ahora, que con desesperación buscan, luego de kilométricas y humillantes colas, en anaqueles vacíos, productos de la cesta básica.
Los expertos vaticinan que a finales del primer trimestre de 2016, a más tardar, ya no será necesario hacer cola alguna, pues no habrá nada que comprar… mientras tanto, en esta patria bonita tenemos un soliloquio autóctono: “¿Comer o no comer?, he ahí el dilema”.
Noelia Mogollón
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