Ya han pasado más de tres meses de la llamada pandemia del “coronavirus”, cuando, por un segundo, pareció que una cierta toma de conciencia había nacido entre la gente.
El espejismo no duró mucho y ya hemos visto en lo que se ha convertido el “después” de la peste.
Desde los primeros días del “desconfinamiento” las masas tomaron el asfalto con la fuerza de un huracán, desalojando todo lo que les impedía expresar su “humanidad”, los motivos para hacerlo sobraron y lo cierto es que el mismo paisaje del caos anterior al “coronavirus” se ha instalado una vez más en las grandes ciudades y sin sorpresa alguna vemos que nada cambió.
El espejismo de la posibilidad de “otra vida” duró muy poco.
Los artistas, en la total incertidumbre sobre la utilización de las nuevas tecnologías para llevar su trabajo al público, se preguntaban desesperados “cómo hacer para seguir viviendo de nuestro arte”.
Solo que después de tanta Mea culpa, preguntas vitales quedaron sin respuesta, por ejemplo, cómo impedir tantas muertes inútiles o en qué calles quedaron escritas esas reflexiones hechas a cielo abierto sobre el amor, el miedo, la soledad, la muerte.
Hoy ya no existen esos sentimientos y pronto olvidaremos sobre cómo nos comportamos alguna vez con los enfermos, con nuestros vecinos, con los animales, en esos momentos terribles, cuando por días y días, un silencio de plomo, sordo, arropó nuestras vidas.
En las inmensas manifestaciones que surgieron después de la pandemia, en ninguna ciudad del planeta, vimos pancartas con el gran árbol de la vida. Pero sí fuimos ávidos espectadores del odio que en un solo cuerpo luchaba contra sí mismo, en lugares, donde pareciera que nadie quisiera hacer nada para evitar su descuartizamiento, donde individuos se amotinan para llevar a cabo su perdición. Y también vimos, el llamado al suicidio masivo de gigantescas economías gangrenadas.
Cambiar el fondo y también la forma, hablar del fondo de las cosas y no de una manera superficial, hacer propuestas para sanar y sanarnos del desequilibrio espiritual de una humanidad que esta colgando, desgraciadamente, de un hilo, ese podría ser el debate sobre el problema.
Cambiar las motivaciones, las razones de hacer teatro, música, pintura, escultura, o cualquier otro arte, tomando en cuenta al otro, a la comunidad, al bienestar de los demás, a las consecuencias de esos beneficios en nuestras vidas, en la sociedad, en nuestros países, en el resto de la humanidad, esa debería ser la apuesta.
El arte trasformador de la mano de individuos garantes de sus ideas y de proposiciones artísticas al servicio de un solo propósito: parir una toma de conciencia real y profunda de lo que es hacerle frente al drama de la existencia, recuperando los valores perdidos.
Devolverle su dignidad al humano víctima de una sociedad totalmente desestructurada, perdida en el caos de su despersonalización.
Que el camino del ensayo y error del artista deje un rastro a sus herederos y que estos asuman la responsabilidad de seguir abriendo caminos para las nuevas generaciones, eso sería un resultado esperanzador.
Mientras cada individuo vuelva a la “normalidad” de su vida “después del coronavirus” con la misma cobardía, no habrá cambio alguno, ni para el teatro, ni para la sociedad ni para la humanidad entera.
Y el ciclo se repetirá incesantemente sin remedio. Y el teatro seguirá escribiendo junto a la Historia, una larga tragicomedia sin final, creada voluntariamente por su único protagonista: el hombre.
Yahaira Salazar
Poeta, Autor, Dramaturgo.
Nuevo Centro ITI Venezuela UNESCO.
París/ Francia.
Comments