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LLEVALO ENTRE TUS BRAZOS


Entre sueños y la realidad apenas me acuerdo que esa noche, tampoco sé si era de madrugada o apenas iniciaba la oscuridad, pero recuerdo que en voz baja mis padres tenían un diálogo que sin saber con claridad que hablaban se notaba cierta inquietud por el tono de las palabras de cada uno, que se interrumpió cuando mi papá, abruptamente, me dijo:

-Juan ya es hora tienes que pararte o nos dejan…

Entre sueños y la realidad me levanté de mi pequeña cama en donde ya las cobijas ya no me tapaban, no me daban calor, por los hilos gastados, después alcé mi pantalón de mezclilla del suelo –se me había pasado ponerlo en el clavo donde lo colgaba cada noche- también medio me cubría ya por el exceso de uso, los calcetines y las botas casi sin pensarlo llegaron a mis pies.

-Te digo que te apures…

Vuelve a decirme mi papá, con mayor tono en la voz, y mi mamá al fondo de nuestra reducida habitación, entre sollozos y llantos, pronunciaba algunas palabras que yo no entendía plenamente. Después me eché un poco de agua en la cara, me puse la gorra y con cierta satisfacción dije:

-Ya estoy listo papá, ¿solo agarro mi morral?

La voz de impaciencia paternal cubrió la escena y dijo:

-¡Sí lo que tengas a la mano, no podemos llevar mucho; no olvides tu chamarra!

Como acto seguido me acerco a mamá, quien me ve, me bendice, deseándonos buen camino y esperando que regresemos pronto, encomendándonos a Dios.

-¡Llévalo entre tus brazos!- gritó hacia mi papá- entre gritos, llantos, lágrimas y recomendación, refiriéndose a que papá no me dejara solo en ningún momento porque el viaje iba a ser muy largo y los peligros por los malvivientes ocurren a cada momento en todo el trayecto.

Salimos corriendo de nuestra pequeña casa, y aún me conmueven los gritos de mamá que iban en aumento, prácticamente nunca había oído que tuvieran esas fuerza sus pulmones. Con el frío intenso, calando fuerte sobre la cara de cada uno, llegamos con los otros amigos a las orillas de la vía del ferrocarril –el lugar no puedo decirlo porque siempre estaban buscándonos los policías para evitar que nos trepáramos a los vagones sin que se detuvieran-, poco a poco varios se fueron subiendo, algunos acompañados hasta por sus mamás, creo que alguna hasta llevaba un niño de brazos.

Ya arriba, al paso de las horas, salió el Sol y junto con mi papá mordimos unos panes con frijoles y chiles verdes, que nos puso mamá en cada morral; había que “comer poco, para aguantar”, decía mi papá.

Repentinamente vimos que varios muchachos, algunos tatuados en los brazos y la cara, todos con camisetas y pantalones de mezclilla muy flojos en las piernas empezaban a subirse a la parte alta de los vagones, como a tres o cuatro de donde estábamos, ni siquiera nos dimos cuenta en dónde y cómo se subieron, algunos se veían con pistolas, otros cuchillos, pero todos gritando majaderías, golpeando a la vez a los más cercanos y pidiendo que les dieran lo que traían.

Un señor de playera con rayas se molestó por la agresión, les dijo –apenas entendía sus palabras, por el ruido de las ruedas metálicas y el viento que iba en contrasentido- que no se valía que los agredieran y los robaran si iban “al otro lado, para ganarse la vida, no para ofender a nadie”. Uno de los asaltantes gritó más fuerte, diciéndole que le “entrara” con lo que traía y dejara de ponerse al brinco, para después darle un cachazo con su pistola sobre la cara. Al ver esto, entre temor, coraje y gritos de desesperación muchos les estiraron sus escasos billetes, monedas o pertenencias que llevaban allí arriba.

La calma regresó en pocos minutos cuando los agresores empezaron a bajarse, sin molestarse por el movimiento de los trenes que no paraba, se veía que estaban preparados para esos atracos. Por allí entre los árboles, poco más adelante, vimos algunos policías –o creo que lo eran- vestidos de negro- a quienes les gritaron algunos de otros vagones que los acababan de asaltar atrás unos pelones con camisetas blancas, tatuados y con pistolas.

Los de negro hacían como que no los oían y seguían caminando entre los árboles, y entre lo tupido del pasto de las orillas en ese tramo, porque las lluvias habían estado fuertes por esos días en la zona.

Aproximadamente al mediodía llegamos a un poblado en donde algunas personas se nos acercaron para regalarnos tamales, algunos tacos y botellitas de agua; como el tren estaba parado-ya sabían los que conocen de estas cosas- por media hora, algunos corrieron al baño, otros para estirar las piernas y comentarles a los lugareños que los habían asaltado en el camino. Por allí, más o menos cerca, logré ver a un sacerdote que consolaba a los viajeros con sus palabras y regaba agua bendita sobre sus cabezas.

-¡Ah sí los hemos visto! , dijo un muchacho, pero ni meterse con ellos porque regularmente van drogados y armados, y en algunos casos sabemos que están involucrados con los policías.

Yo iba siempre con mis zapatos a un lado, para descansar los pies porque se inflaman, y fue cuando llegó ese joven fotógrafo… y ahora ven los resultados… alcanzó a darme la placa y hasta hoy la guardo cerca de mi corazón, como recuerdo de ese viaje y también nos acompañaron las palabras de mamá a mi papá: “¡Llévalo entre tus brazos!”.

Hoy mi papá ya se fue, no está conmigo, murió por estas tierras, y yo no dejo de mandarle sus billetes a mamá, que ya logró construirse su casita como la queríamos, como cuando yo estaba chamaco. El viaje duró más de dos días, pero sin duda valió la pena el esfuerzo…

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