Camila tenía un hermoso gato su nombre era Morita, era blanco como la nieve con manchas color café, en forma de pequeñas moras.
Era un gato travieso y juguetón, a Camila la hacían reír todas sus travesuras.
Una vez quiso saber qué era lo que escuchaba cada vez que Camila iba al baño y dio un salto y cayó dentro del retrete.
Ella lo dejaba subir a la mesa mientras comía, le permitía jugar con su ropa, se divertía viéndolo jugar con sus medias, subía, brincaba y saltaba a su antojo.
Su madre siempre le decía: “Camila consentir tanto a ese gato te traerá problemas un día”.
Y a Camila eso no parecía importarle, su amor por Morita era lo único que su gato necesitaba.
Pasaba mucho tiempo consintiéndolo y sus hermanas se quejaban porque metía sus patas en sus platos de comida y Camila con una sonrisa lo bajaba de la mesa sin decirle nada.
Una tarde Camila estaba muy apresurada, parecía que algo importante iba a pasarle, Morita la miraba curioso y de pronto vio como ella colocaba en su cama un hermoso vestido de lentejuelas, brillaba con la luz de la lámpara.
Morita se lanzó sobre el vestido y empezó a arañarlo y rasgar cuanta lentejuela había en el vestido, lo arrastró por el piso hasta que lo dejó hecho un añico.
Cuando Camila salió de la ducha no encontró su vestido en la cama, si no en el piso hecho un arapo. Gritó: ¡Mamá!
Su madre llegó corriendo al entrar a su habitación y ver el vestido en el piso y a su hija llorando le dijo:
“Camila, cariño, te dije que ese gato necesitaba más que tu amor, necesitaba disciplina”.
Texto: Alejandra Gómez de Obando
Fotos: Francisco Lizarazo
Comments