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Los tontos hablan porque algo tienen que decir

Hay tres clases de tontos: hay tontos que tontos son, hay tontos que tontos se hacen y hay tontos que quieren hacer tontos a los que tontos no son.

(Anónimo)

Una sociedad dividida en Pequeños, Grandes y Notables es lo que plantea Martín Giner en su obra “Un tonto en una caja” que subió a escena en el teatro El Pasillo de Jujuy, luego de ser presentada en Tucumán con un elenco de esa Provincia.


Si algo tiene Giner en sus obras de teatro es que sigue el mismo principio de la serie La Ley y El Orden: Unidad de Víctimas Especiales: ambas comienzan por una situación y finalizan en el lado opuesto del espectro dramático. Eso sí, a diferencia de la serie norteamericana, el dramaturgo argentino siempre recurre al humor para hacernos pensar, no en balde se dice que no hay nada tan serio como el humor. Sin embargo, en sus obra también hay «aristas absurdas, dramáticas y, en algunos casos, macabras» como menciona en su sitio web.


“Un tonto en una caja” nos ofrece una mirada a un mundo donde los Notables (interpretado por Roberto Cruz) están por encima de todos. Así lo demuestra su poder, sus dones al hablar y al interrelacionarse con los otros… en pocas palabras se creen los dueños del mundo. En el medio de la escala social están los Grandes (interpretado por Germán Romano) quienes podrían ser los investigadores, los hombres de pensamiento, los que llevan a cabo los estudios (en España un Grande es un título nobiliario otorgado por el rey y es hereditario. También se concede de forma vitalicia a una persona en concreto, como a todos los hijos de los infantes de España, quienes no heredan de sus progenitores ni el título de infante ni el tratamiento de alteza real). Por último, representando lo más bajo de la escala social están los Pequeños (en la piel de Juan Albesa) son los que hacen los trabajos menores, bedeles, cuidadores, jardineros, a los que nadie hace caso… hasta que la necesidad obliga.


Y este momento llega cuando el Notable decide hacer una fiesta de cumpleaños e invita a todos los sectores, pero no porque sea un alma caritativa, sino por el contrario, porque es un interesado que necesita algo de los otros.


Cuando el Grande y el Pequeño están a solas con el Notable este no sabe cómo entrar en materia y mientras se concreta el momento de explicar el motivo de la presencia de los otros en la sala, somos testigos de diálogos cargados de humor negro, comentarios ácidos y situaciones de discriminación porque cada uno quiere mantener su posición lo más estable posible en este encuentro.


Al final y luego de muchas vueltas procede a mostrar el regalo que recibió de alguien muy especial: El Diablo.

La razón de tan peculiar presente es que – presuntamente – otorga poderes al poseedor del regalo, como añadir años de vidas,  pero para ello alguien debe ofrecer de manera voluntaria un año de su existencia.


Aquí comienza el verdadero conflicto de la obra, pues mientras el Notable tratará de convencer a los otros de que acepten entrar en la caja y regalarle un año de vida (como si ellos fueran tontos), tanto el Grande como el pequeño se debatirán en argumentos y excusas para lograr que el otro entre el la caja (a ver cuál es más tonto).


La obra nos lleva a las razones de unos y otros para ver quién logra ser el gato y quién el ratón para entrar en esa caja, de la que poco se sabe y ni siquiera conocemos si en realidad cumple lo que ofrece, pero ante la duda nadie quiere perder un año de vida.


Y fiel al estilo del dramaturgo, la obra da un giro que pone en evidencia aquello de no creer en la apariencias y quienes estaban abajo terminan arriba y la torta se da vuelta para demostrarnos una vez más, que todo cambia en un momento y que nuestra mente debe ser como un paracaídas, estar lista para abrirse a lo que nos rodea o quedaremos atrapados en la red.

Este montaje dirigido por el propio autor demuestra que las apariencias engañan y que nunca debemos dejarnos llevar por lo que consideramos clases sociales más altas o bajas porque tontos hay en todos lados y el que lo encuentre es de él.


La dirección es muy dinámica, los actores no están quietos nunca, la escenografía, de Edith “Charo” Villarrubia, es minimalista mientras que la utilería, de Daniel Manero, resalta principalmente por la caja con la imagen del Diablo, que es el objeto central de esta comedia/drama existencialista. El vestuario es de Rene Olagivel, que marca con estilo y claridad los distintos estratos o clases de este mundo imaginario del dramaturgo, y la asistencia de dirección es de Agustina Orquera.


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La relación de los actores entre sí pudiera mejorar con más ensayos o con el transcurso de las funciones, ya que en el estreno se notó que aún estaban moviéndose como marcando el terreno, algo mecánicos y con interpretaciones vocales que dejan ver que los textos todavía no son parte de su modo natural de hablar. Son detalles que el director debe ver desde la distancia, nada mejor que ver la obra desde el público, para afinar algunos detalles que siempre son mejorables porque somos seres humanos y no máquinas dentro de cajas que responden al toque de un botón.


Como en los juicios orales, la intención de los personajes – y por ende del dramaturgo/director – es sembrar la duda como un elemento de poder, de manipulación, para lograr un objetivo muy personal.


A veces estamos buscando meter a alguien en una caja para que haga lo que queremos, otras veces somos nosotros las víctimas de las intenciones de aquellos que nos rodean, lo ideal es saber cuándo es cuándo porque tontos siempre seremos, lo importante es saber admitirlo y enfrentarlo, o esa es mi Visión Particular.

Francisco Lizarazo

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