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«Mi mejor hombre ha sido un muxhe»

¿Qué puede surgir entre una mujer alcohólica, pobre, con tres hijas y una mujer que nació en cuerpo de hombre que defiende sus afectos y su condición en una sociedad que tiene doble moral?


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Imagino que ya muchos y muchas, por aquello de la igualdad de género, se habrán persignado y adelantado juicios de valor alegando que nada bueno puede surgir entre estos dos seres humanos.


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Pero resulta que ambos personajes terminan siendo una familia «adquirida» como lo expresaba siempre que podría el dramaturgo venezolano Isacc Chocrón. Así que «Concha» – la borracha – y Amanda – la muxhe – aprenden que en la vida hay más cosas que etiquetas y que lo que importa es la condición de las personas y no las circunstancias de la existencia.


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La historia de estos dos personajes es la base de «Otro día de Fiesta», una adaptación de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio de la obra «Fin de Fiesta» de Marco Petriz, y que proveniente de Oaxaca se presentó en el 9 festival Otras Latitudes, que hasta el 12 de octubre estará ofreciendo en el teatro Julio Castillo,  en el Centro Cultural El Bosque, lo mejor de las artes escénicas que se hace en las provincias de México.


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El grupo teatral Tehuantepec, con la dirección de Marco Petriz, expone la vida de «Amanda» (Antonio Lópeztorrres), quien nació siendo Armando, por eso es un muxhe – que es la etiqueta con la que definen en la población zapoteca del istmo de Tehuantepec, Juchitán, Oaxaca, a las personas nacidas con sexo masculino que asumen roles femeninos en cualquiera de los ámbitos social, sexual y/o personal, y de Concha (Gabriela Martínez), madre de tres hijas, adicta al alcohol y que no tiene oficio conocido para mantener a su familia.


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Esta singular relación surge en medio de la discriminación, el alcoholismo, la pobreza de las mujeres y de su entorno. Pero como dice el refrán «al inocente lo protege Dios» y mientras Concha está en una de sus constantes borracheras, rodeada de sus tres hijas, aparece «Amanda», quien decide encargarse de esta madre y junto a las niñas – que nunca aparecen en escena – la lleva al hogar de ellas y ahí comienza a ser parte de sus vidas.


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Las niñas: Yuri, joven que está por arribar a sus quince años y trabaja con la abuela, Tatiana y la pequeñita Lili, son víctimas de las malas decisiones de su madre, incluso los nombres son producto del azar, todas son llamadas como alguna cantante que en su momento tuvo éxito – salvo Lili que no pasó de una grabación – y en el dialogo entre ellas, y la complicidad con el público, vamos conociendo el desarrollo de esta relación, en medio de la doble moral de la sociedad, que por un lado lucha por la vida del feto, pero cuando nace y es Gay, le quita sus derechos.


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Si bien el espacio escenográfico no tiene mayor relevancia, un simple banco de madera, una radio y unas cuantas botellas de cerveza, el montaje luce por las interpretaciones.


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Gabriela Martínez (Concha) ofrece un relato dramático de la vida de quien solamente sabe beber, pero que es orgullosa y no quiere ayuda, aunque sabe que la necesita, para mantener a sus hijas. Entre risas y momentos de gran drama, Martínez se conecta con el público para confesar lo que es su vida, que se puede parecer a la de muchas mujeres de la provincia mexicana o latinoamericana, solas con hijos que mantener y que no son el mejor ejemplo para su familia, pero que sin embargo, logran sacarlas adelante, con embarazos no deseados, pero que se transforman en seres felices y productivos. Concha está atrapada entre la bebida y la necesidad de ser querida, protegida y encuentra en «Amanda» ese apoyo desinteresado, aunque como pasa muchas veces no sabe valorarlo hasta que ya es muy tarde.


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Antonio Lopeztorres da una lección de vida con «Amanda» porque no es el típico reflejo del hombre que se siente mujer y es la exageración de ademanes y poses, con el drama de la vida dura y los excesos sexuales que muchas veces se denuncia en estas opciones de vida. No,   Amanda vive con su mamá, trabaja, gana poco pero le sirve para mantenerse ella y su progenitora, cree en el amor de pareja estable, aunque no ha tenido buena suerte en ese campo, y aún tiene tiempo para dedicarle a las tres hijas de su amiga, que hasta llegan a llamarla Tía, a pesar de la prohibición de Concha.


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Se siente química en el trabajo de los actores, hay una empatía que el espectador agradece porque percibe que lo que se dice en escena es real, es válido, es sincero, aún en las situaciones de disgusto, ya que ninguna relación es perfecta, nadie se ama todo el tiempo, ni se odia más allá de los momentos de rabia.


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La dirección tiene un gran acierto al no sentirse, al dejar fluir las actuaciones y los movimientos en escena son naturales, no percibimos una mano que mueve hilos. Incluso el final, el cierre, está tan bien logrado que al producirse el mutis final – junto al blackout – el público sabe que aquí llegó el momento de expresar su gratitud, sin tener que esperar escuchar desde la sala técnica los aplausos para hacerlo también.


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Tanto Concha como «Amanda» son personajes abandonados, mal vistos, señalados, cuyas actuaciones de vida no dejan tranquilidad en las almas y muestran lo cruel que podemos llegar a ser como sociedad cuando no aceptamos las diferencias que a la larga nos unen, pero aún así en estos dos seres hay el deseo de seguir viviendo, luchando, de progresar, de formar una familia y ser alguien en la vida, aunque para ello – como dice Concha – se deba tener como hombre de la casa a un muxhe, porque al final todos somos seres humanos que queremos velar por nuestros afectos, y eso reconforta nuestro espíritu aunque también – como debe hacer el teatro – nos ofrece una radiografía que lo que muchas veces no queremos reconocer que está sucediendo a nuestro alrededor, o esa es mi Visión Particular.

Francisco Lizarazo

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