Dicen que somos capaces de hacer cosas buenas y malas, todo en nombre de la persona amada, o del sentimiento más puro: el amor.
Basta ver la tragedia de Romeo y Julieta para constatar lo que en nombre de ese sentimiento se ha hecho en la vida, pero tenemos que estar enamorados para llegar a estos extremos de atentar contra nuestra vida. El caso de Otelo también es un reflejo de ese amor que nos carcome y nos lleva a atentar contra otros.
Pero la realidad es que, como lo dice el grafiti que encabeza este artículo, no matamos por amor, sino porque la otra persona no nos corresponde, o nos ha abandonado y por eso atentamos contra lo que más cerca tenemos: nosotros mismos, algo que a la larga es tan inútil que como dice César Brie solo lo hacen los giles, dícese de tonto, poco astuto o falto de inteligencia, expresión de uso continuo en Argentina.
Para reafirmar esta hipótesis, Brie escribió la obra «Solo los giles mueren de amor», 1993, un monólogo donde un «espíritu» nos habla de «el flaco» alguien que era tan bueno, tan combativo de las injusticias, que quería cambiar el mundo, que al final encontró la muerte porque lo que realmente quería – a Mariana – no logró obtenerlo.
Cuando uno se despide de este mundo piensa, tal vez erróneamente – que los amigos, los familiares, los que nos admiraron y hasta aquellos que nos odiaron harán una reverencia frente a nuestro ataúd dándonos el saludo final que nos merecemos, pero a «el flaco» nadie lo viene a visitar, ni «el gordo Mendez. Ochenta kilos a los catorce años. ¿Qué carajo le daban de comer a esa bestia?»
«Solo los giles mueren de amor» se presentó en el marco del Festival Escenas al Norte – Jujuy 2015 – en la Sala Galán, con la dirección y producción de La Rosa Teatro.
Como único testigo de esa vida que se transformó de un apasionado por los títeres y la vida teatral a luchador por la justicia, para acabar con las desigualdades, está él, el espíritu, el alma, interpretado por Germán Romano, que será el narrador de la vida de «el flaco» mientras esperamos a la madre, los hermanos, alguna novia, los amigos de escuela o tal vez un compañero de trabajo, no «los que planean sobre cuanto funeral haya en vista para saquear algo del muerto, para llevarse alguna corbatita, la caja de preservativos, las cartas que escribías para leerlas y cagarse de risa en grupo». Esos simplemente no irán porque el difunto apenas tuvo donde caerse muerto. «Dichoso vos, pibe. Te vas al hoyo tranquilo, habiéndotelo gastado todo, sin hembra que sufra ni hijo que llore. Casi en bolas como aterrizaste cuando una puta te parió».
Romano nos habla de las primeras experiencias sexuales del difunto, de la vida en familia, el exilio por sus ideas políticas, y la loca idea de enamorarse de la única mujer que no lo amaba.
Desde las butacas, los espectadores conoceremos el «acoso» sistemático que «el flaco» le tenía a Mariana, amor ya enfermizo dirían algunos, con detalles sobre el «vestido a lunares» o los «pantalones rojos y polera gris» que usaba hace unos días y el dato preciso del «el martes diez del mes pasado fue a bailar con un vestido negro con manchitas blancas y zapatillas oscuras, y se me cortaba la respiración al verla», lo que haría que cualquier mujer sensata se alejara de un pretendiente así.
Y llega el momento final, es la hora de recoger todo y marcharse al crematorio, porque «a nadie le hace gracia velar a un ahorcado» y es que el único presente en este escenario es quien se despide de sí mismo.
La obra es un planteamiento filosófico sobre la vida, sobre lo que se hace a lo largo de la vida, las consecuencias de nuestras acciones públicas y privadas, que concluye en que hagamos lo que hagamos siempre terminaremos solos.
La puesta en escena de este monologo es simple, el escenario está vacio y solamente algunos elementos nos permiten ir construyendo los ambientes que recuerda el espíritu, que poco a poco se va despojando de sus vestimentas para crear ese ataúd donde está «el flaco»
A Romano se le siente solo al comienzo de su andar en este monologo y no porque sea el único actor en escena, sino porque lo que dice parece no serle propio, el texto está ajeno a su pensamiento y acción. Solamente cuando han transcurrido largos minutos se observa un encuentro entre actor y personaje.
Ese texto alejado del actor se evidencia en los tonos de voz, que recuerdan mucho a Coqui Argento, personaje de Casados con hijos e interpretado por Darío Lopilato, con tonos de niño mimado, algo gil, que desdice del personaje que está interpretando. Los tonos terminan siendo indulgentes con su propio ser, olvidando que es el último momento que verá su cuerpo mortal y debe increparlo, ser más juez que amigo.
Hay una falta de dirección en este montaje que hace que los movimientos escénicos del actor sean artificiales, monótonos, rutinarios, sin apropiarse del público. Si en algunos momentos hubiera dirigido la mirada, el texto, directamente al público, habría jugado con un elemento para despertar empatía con la audiencia.
La escena final es la mejor lograda, junto a la construcción del difunto con la ropa del espíritu, recurso que como efecto visual es atractivo, uniendo en uno solo al personaje que habla con el difunto que estamos velando.
Saber lo que piensa un difunto – si es que en realidad existe la posibilidad de que eso suceda – y recordar lo que fue nuestra vida es algo que siempre despertará la curiosidad de todos, así que esta obra cumple con una gran interrogante y deja el mensaje de la reflexión sobre qué estamos haciendo con nuestras vidas, seamos giles o creamos que no lo somos.
Aunque uno muera de amor, o por la falta de correspondencia, lo cierto es que como dijo un anciano jurista español «La vida es muy jodida…pero que cojones, merece la pena», o esa es mi Visión Particular.
Francisco Lizarazo
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