Voy a quemar todo para que no se lleven nada…
Cuqui
La modernidad no siempre trae beneficios para todos. Claro, algunos dirán que el progreso de muchos no puede ser detenido por el olvido de unos pocos. Si esto fuera cierto, quizás deberíamos preguntar a los hermanos Taboloni lo que piensan de esta máxima del desarrollo.
Quiero contar la historia de Omar, mejor conocido como Cuqui, y de su hermano menor Héctor, a quien se le conoce más como Titi. Los dos son los dueños de una gomería de esas que uno ve en una carretera. Para muchos tal vez no sea un gran negocio, pero es la herencia de su papá, peronista e hincha de los hermanos Gálvez, cuyo retrato está en el centro del taller y es constantemente consultado ante cualquier eventualidad referida al negocio y – también – en lo que respecta a la conducta de los hermanos.
La gomería vio tiempos mejores, pero la calamidad llegó cuando se construyó la autopista y el tránsito automotor fue desviado, quedando el taller lejos del acceso principal. Pero si esto fuera poco, el terreno – al parecer – sí tiene valor y está en la mira de un empresario de esos que huelen los negocios a distancia y que sabiéndose dueño del nuevo y moderno taller al que todos los conductores acuden, por su alta tecnología y servicios variados, no deja de pensar en el terreno de los hermanos Taboloni como un botín apetecible, aunque la herencia no esté en venta.
Pero ¿quiénes son el Cuqui y el Titi? Vayamos por partes: El Cuqui es el hermano mayor y es un artista algo frustrado, porque solamente ha podido animar algunas fiestas y ofrecer su espectáculo en lugares de baja reputación con una rutina de Elvis Presley, pero no se engañen, porque este hermano mayor vive pensando en grande, en modernizar su performance – con nuevos equipos, vestuario, utilería – mientras trata de mantener a flote el negocio familiar y cuida de su hermano, porque al Titi le faltan – como dicen en Argentina – cinco para un peso, o sea, que no está muy normalito de la azotea.
El Titi tiene una perra a la que llama «la Tuenti», una cachorrita gorda, aunque en realidad solo está en su mente, pero él la ve y se divierte un mundo con su mascota, mientras hace esfuerzos para que la herencia de su padre no se vaya a pique, ocupando parte de su tiempo en imaginarse los momentos que pasa con la Selma, que al parecer es la única que le da «bolilla».
Al ser este un camino cada vez menos transitado, las horas permiten a los hermanos recordar sus vidas, su mejores momentos, con el fútbol y la promesa que era el hermano menor pero que quedó en eso, en pura ilusión. Los tiempos muertos en la gomería también sirven para planear cómo destruir al enemigo, la enorme estación de servicios con su gomería tecnológica, y para ello se imaginan planes, mientras hacen frente a la vida diaria, los deseos insatisfechos y las amenazas del codicioso comprador, que en realidad el enemigo.
La necesidad de conseguir el dinero para montar el nuevo show y lo que se logra al tener los recursos son solo parte de las distintas fases de la vida que llevan estos hermanos para salir adelante en un mundo que cada vez los olvida más y los obliga a pelear contra todos, para mantener su lugar en esta tierra.
La fatalidad no está lejana a esta familia y aunque el mal pueda triunfar al final, no se irá con las manos llenas, porque primero es preferible arrasar y quemar todo mientras se entonan acordes en una armónica, como si se tratara de la tragedia de un blues, porque todo es preferible antes que dejar a la codicia adueñarse de aquello que dejó el papá.
Cuqui y Titi son hermanos en la escena, porque cada noche que se puede y hay función, forman parte de la «Canción del Camino Viejo», un trabajo que desde Rosario llegó al Teatro El Pasillo, con la producción de Línea de Tres.
Santiago Dejesús es el Cuqui y Severo Callaci es el Titi. Juntos logran en el público una empatía porque llegamos a sentir una mezcla de risa, tristeza, amargura, esperanza y frustración al sentir que la historia de ellos pudiera ser la de uno mismo, la del hermano, la del padre, la del familiar lejano pero no olvidado, porque lo que a ellos les pasa, es eso que llaman «efectos de la modernidad».
¿Cuántos no hemos visto cómo un local al que íbamos de chicos dio paso a una tienda de una gran cadena y aquella atención personalizada que disfrutábamos ya no está, porque ahora todo es «corporativo» y el trato al cliente es una parte más del negocio, no una meta?
Ese es el gran logro que tiene la dirección de Miguel Franchi, hacer que el público sienta empatía con los personajes, que vivamos lo que ellos padecen y sienten en escena. Los espectadores podemos llegar a apreciar a estos dos hermanos, porque hay calidad y calidez en sus actuaciones y en la manera de decir los textos.
También hay que destacar la iluminación, que recae en Andrés Martorell, con la utilización de colores claros y cálidos, que se contraponen con los azules fríos que marcan la oscuridad, la calle de entrada a la gomería, junto a la escenografía de Lucas Comparetto y Guillermo Haddad que nos invita a pasearnos por el mundo de la gomería, con altares, piezas sueltas por todas partes, una infaltable radio para sobrellevar las largas horas de espera y un teléfono que conecta un poco esta vida con el mundo exterior.
Este montaje no ofrece esperanzas, revela la vida de aquellos a los que Gay Talese gusta entrevistar, los «marginados» los «fracasados» que siguen luchando y el teatro debe ser una voz de los que no tienen cómo expresarse, de aquellos cuyas vidas poco llegan a conocerse, pero que pueden inspirarnos a ser mejores personas, mejores seres humanos, para pararnos – como en este caso – y aplaudirlos como un reconocimiento a la lucha diaria, o esa es mi Visión Particular.
Francisco Lizarazo
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