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Un largo camino a casa

Aquella era la tarde más calurosa de toda la semana, de todo el mes, de todo el año y – justamente ese día – el viejo debía hacer su último viaje.


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A pesar de ser las 6 de la tarde el calor seguía igual, pero la puerta de la casa del viejo se abrió y cuatro hombres salieron llevando el ataúd descendiendo lentamente los tres escalones de la entrada.

Caras sin expresión, o tal vez tenían demasiada expresión para descifrarlas. Así comenzó el cortejo fúnebre que debía llevar el cuerpo sin vida del viejo hasta su última morada: el cementerio del pueblo.

Tan solo 50 metros separaban el hogar de donde salió el féretro y el cementerio, pero ni por la poca distancia del recorrido, quienes habían conocido al difunto quisieron acompañarlo. No es que el viejo fuera malo. Es más, nadie lo había oído hablar en meses, que digo meses, años, pues no salía de su casa desde la última vez que regresó a su casa.

Solo 4 personas, en un silencio sepulcral, cargaban el ataúd, y como todos eran distintos, en peso y altura, pero no en tristeza, el cajón se movía, se alzaba, se bajaba y más de una vez pareció que terminaría en el piso en ese recorrido de 50 metros que se hacía eterno.

Adelante iba un joven, no tendría más de 10 años, con una mirada perdida, pensativo tal vez, pero con una expresión dura. Para el observador, ese niño seguramente tendría una vida difícil y sí, la vida de Jordi no había sido nada fácil.           

Catalán de nacimiento, Jordi había llegado al pueblo siendo un bebé, obviamente no por decisión propia, sino porque su padre y su madre así lo decidieron. El padre del bebé era marinero, hombre rudo, curtido por el sol del mediterráneo, que encontró en ese pueblo un lugar de trabajo, que al principio permitió a la felicidad habitar en el hogar, pero nada dura para siempre y menos la alegría.

El padre de Jordi nunca fue de hablar mucho, decía que en el mar se habla poco para no espantar a los peces…pero en su casa sucedía lo contrario.

Se iba días, semanas y a veces meses, con la excusa de estar pescando, pero cuando volvía no era un hogar pacífico, los gritos, el mal humor y hasta las agresiones físicas eran el orden del día. Nada agradaba al padre de Jordi. Todo lo molestaba y lo ponía de mal humor.


Un día, aquel niño catalán decidió abandonar la casa y con algunas ropas tomadas al azar y envueltas en un plástico salió sigilosamente, enrumbando sus pasos hacia las vías del tren.

El niño Jordi iba pensando en lo que sería su futuro, en lo que haría para salir adelante. Se imaginaba corriendo por la pradera, siendo piloto de Fórmula 1 o trabajando en el campo, pero siempre sabiendo que había tomado la mejor decisión de su vida: abandonar la casa.

Fue cauteloso, no se dejó ver por vecinos y adultos que pudieran interrumpir sus planes, tal vez ese fue su error, porque al llegar al estacionamiento de los trenes y cuando estaba por subir a un vagón de carga sintió como todo su cuerpo era lanzado hacia atrás. Su papá llegó antes que él y lo atrapó antes de convertirse en un fugitivo o vagabundo.

El padre entró a la casa y sin pensarlo abofeteó a Jordi hasta el cansancio, el del niño, porque el padre en cada golpe parecía adquirir bríos, incluso llegó a golpear al niño con la hebilla del cinturón haciéndolo sangrar y quedar marcado.

Tres o cuatro nuevos intentos bastaron para que Jordi entendiera que, mientras su padre estuviera en su vida, sería imposible escapar de aquella casa, porque ni su madre ni los otros miembros de la familia fueron capaces de ayudarlo.

El reloj marcaba ya las 6 y 15 y apenas habían recorrido 5 metros desde la casa del viejo al cementerio. Parecía que los cuatro que cargaban el féretro se debatían entre llegar rápido o lo más lento posible. Seguramente, nadie quería llegar al destino final.

Al lado de Jordi, también adelante, iba Ġorġ, de unos 30 años, curtido de piel, bronceado por el mar. Su nombre se lo puso un marino maltés, que conoció cuando se dedicó al mar, que era lo único que había conocido en su vida.

Aquel marino que no hablaba español le dijo que su lengua la usan más de 41.6055 habitantes de las tres islas (Malta, Gozo y Comino) que conforman la República de Malta, situada a 97 kilómetros de la costa sur de Sicilia.

Aquello intrigó a Ġorġ, quien se sintió cómodo con ese nombre y esa forma de hablar que quiso acompañar al marino y recorrió con él aquellas islas. El tiempo en general era bueno, fresco, se podía ganar dinero trabajando del mar, siendo pescador, o como tripulante, incuso en algunos casos fue guía de los turistas que querían conocer esas exóticas zonas.

Fueron años buenos, hasta conoció el amor en una turista que un poco aburrida de la vida estaba recorriendo aquellos parajes. Fue amor a primera vista y se mantuvieron juntos, tanto que decidieron casarse y dejar aquella vida bohemia y de viajes para asentarse y tener una familia.

Ġorġ llegó al pueblo del que había partido con la ilusión del joven que regresa a casa con un propósito superior, lleno de ideas y proyectos de crecimiento.

Pero dicen que la felicidad es aquello que sucede mientras la vida nos arrastra y no dura para siempre y aunque los esposos querían tener familia, los médicos acabaron con ese deseo, ella no podía tener descendencia pues tenía unos quistes que dañaron sus órganos reproductivos.

La melancolía invadió a la pareja, pero decididos a salir adelante, consideraron que el amor era más importante y se ocuparon de la casa, de la tierra, de sembrar, de cultivar y de cosechar. No les fue mal, pero a los pocos años los médicos volvieron a truncar la felicidad, porque ella tenía cáncer, producto de aquellos quistes que en su momento obstaculizaron la posibilidad de ser padres.

Aquella melancolía, transformada en resignación y nuevos bríos, se transformó en apenas dos meses en una nueva tragedia. Un lunes temprano, ni había cantado el gallo, ella dejó de respirar, dejando a Ġorġ con las mismas ganas, dejar de respirar, pero no fue así y él tuvo que ocuparse de enterrarla a ella en un cementerio lejano, para no volverla a visitar ni a saber de ella. Así era su dolor.

Cuando se cumplieron los plazos de luto, Ġorġ cerró la puerta de la casa desde adentro y no se supo más de él en mucho, mucho, mucho tiempo, se transformó en un ermitaño al que poco a poco los vecinos dejaron de visitar o importarle.

Los cuatro hombres que cargaban el cuerpo sin vida del viejo seguían sin hablarse, cargando el cajón de madera y de tanto en tanto bamboleándose como para que el peso recayera en cada uno como compartiendo la carga.

Las horas parecían haberse detenido pues terminaba de bajar el sol y solamente habían llegado a recorrer 25 metros del camino. Igual no importaba el tiempo que tardarán en llegar al lugar de la última morada del viejo, a nadie le importaba ni entorpecía sus labores cotidianas.

Detrás de Jordi estaba George, él cojeaba de la pierna derecha y eso hacía que el cortejo fúnebre fuera aún más lento. George era un hombre ya mayor con severas lesiones en su cara, producto de esquirlas adquiridas gracias a los combates en los que había participado.

Se había marchado del pueblo ya adulto, no le dijo a nadie, como si eso le hubiera importado, tomó entonces la decisión de alistarse en la armada. Era un hombre con mucha rabia, problemas no resueltos en su vida y con un odio más que evidente, no con los otros, sino con él mismo. 

Se alistó en el primer ejército que lo aceptó, que fue el inglés y se le conoció como el soldado George, impulsivo, siempre dispuesto a aceptar las misiones más osadas, más bélicas.

Donde había que poner el pecho, enfrentarse cuerpo a cuerpo con el enemigo, ahí estaba él. Por su valor y entrega pudo haber ascendido, pero su mal humor, su falta de empatía y poco acatamiento al mando le impidieron dejar de ser simplemente un soldado raso.

Cuando cumplió la edad reglamentaria y tomando  en cuenta las diversas lesiones en su cuerpo, principalmente la

cojera de la pierna derecha, el ejército inglés le dio la baja, lo que significó un alivio para las tropas, porque era muy difícil tratar con él.

Con una pensión básica y  con pocos o nada recursos para rehacer su vida, George regresó al pueblo, a su casa, lo único que le pertenecía y donde nadie tenía cabida y decidió cerrar la puerta para que nadie lo molestara, ni le preguntara sobre su vida en el ámbito militar.

El calor comenzaba a dar paso a una ligera brisa fresca, por lo que el cortejo que llevaba el ataúd del viejo avanzó un poco más rápido y recorrió otros 20 metros en poco más de dos horas.

Cerrando el grupo que cargaba el cuerpo del viejo estaba Collque, el mayor de los otros, con un paso sereno, pero sin apuros, otro factor para frenar un poco el caminar de sus compañeros. Collque iba como canta Piero «ya caminas lento, como perdonando el viento», sin embargo, el rostro era de piedra, inexpresivo, con un propósito, pero sin demostrar un poco de sentimiento, empatía o deseo.

Él había salido de su casa para dejar el pueblo en un momento en el que muchos ya están para vivir la vejez, la jubilación.

¿Por qué salió Collque de su casa y su pueblo? nadie lo sabe, ni él mismo creo que sabía  la razón, lo cierto es que un día abrió con esfuerzo la puerta y la cerró de un golpe, para comenzar un periplo que no tenía ningún destino específico.

Salió a pie, aunque su andar no era ni muy firme ni muy rápido, pero eso no lo detuvo. Tenía determinación, caminó, se

cansó y siguió. Collque recorrió pequeños pueblos, comía poco, siempre gracias  a la gentileza de los locales que veían la tristeza en sus ojos y en su cuerpo.

Una vez llegó a un pueblo donde no hablaban español ni ningún otro vocablo que conociera y si bien la pasó mal por no poder comunicarse con los habitantes, logró cierta relación con otro hombre mayor como él quien en lengua quechua lo nombró Collque porque  escuchó su nombre en español.

Ambos hombres se acompañaron sin hablarse más allá de lo necesario. Aprendió a comunicarse rudimentariamente en quechua, lo que le permitía estar largos momentos en silencio, solamente con sus pensamientos.

Un día, aquel hombre que lo había bautizado como Collque y con el que se sentía a gusto, pasó a otro plano y él vio que ya no tenía razón para estar en ese pueblo, así que decidió desandar los pasos y regresó a su pueblo.

Todo había cambiado, no reconoció a la gente, la calle era distinta y distante con él, era ciertamente más animada, más poblada, con mucho ruido y eso lo molestó. Entró a su casa, que no había cambiado en nada y cerró la puerta, para más nunca abrirla.


Aquella era la tarde más calurosa de toda la semana, de todo el mes, de todo el año y justamente ese día el viejo debía hacer su último viaje.

Como a nadie le importó la vida y muerte del viejo, aquellos 4 seres se vieron en la necesidad de salir de su encierro y llevarlo cargado a lo largo de los 50 metros que separaban la casa del cementerio.

Al llegar, ya avanzada la noche, depositaron el cajón en el hueco que los empleados habían dejado abierto. Luego de bajar el ataúd, los 4 se vieron por primera vez en mucho tiempo. Se reconocieron, se saludaron con algo de afecto, pero con respeto y distancia, se conocían demasiado y eso no les agradaba del todo. Inmediatamente emprendieron su camino y cada uno salió por una de las tantas puertas del cementerio.

En un momento dado, los cuatro voltearon la cabeza y sintieron paz, supieron que más nunca se verían y que se habían reunido una última vez para llevar el cuerpo de Jorge a su última morada. Porque ahora, ese hombre que había sido ellos 4, descansaba y ya no los necesitaba para cargarlo. Podían marcharse en paz.

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