Leyendas de México
En una de esas visitas a los pueblos del interior de México me encontraba una tarde, ya casi oscureciendo, caminando por unas calles empedradas que me llevaron a una vía estrecha donde se escuchaba un murmullo.
Como el gato curioso, y con el alma de periodista, me dije que tenía que saber la razón de lo que estaba sucediendo, así que opté por caminar y acercarme a los ruidos. Antes de haber recorrido unos metros aparecieron ante mí dos señoras, mantilla en la cabeza, persignándose como recién salidas de misa, pero que entre suspiros decían: «lo han visto», «ha regresado».
Nada más escuchar esas frases decidí que debía seguir el camino y encontrar respuestas a las inquietudes que golpeaban mi cabeza: ¿Quién había regresado? ¿A quién habían visto? La respuesta estuvo al dar la vuelta a la esquina y encontrar una casa iluminada, de donde algunas personas salían, unas contentas, riendo, otras temblando y en la puerta había un letrero que indicaba «La leyenda del Charro negro».
No entendí a que se refería ese cartel así que busqué quién pudiera darme información de esta leyenda, pero ya no
había nadie a mí alrededor, hasta que una voz de un anciano me hizo reaccionar. ¿Quiere conocer la leyenda del Charro negro?, venga y siéntese a mi lado y le diré lo que yo sé. Ante esa invitación que más quedaba, sentarme en la acera a escuchar el cuento del viejo.
Casi en susurro, no tanto por infundirle teatralidad a la historia, sino por su avanzada edad, el hombre me contó que se trata de «un hombre alto, de aspecto elegante, de impecable traje negro compuesto por una chaqueta corta, una camisa, un pantalón ajustado y un sombrero de ala ancha que deambula en la profundidad de la noche en los solitarios tramos que unen los pequeños pueblos del México rural sobre el lomo de un caballo enorme y de color azabache».
Aunque para algunos es una representación del Diablo, el anciano me dijo que la figura a caballo «no ignora a los hombres, a los que ofrece amable conversación, pero su clara preferencia son las mujeres, a las que seduce con mirada elocuente y palabras cálidas. Nada malo puede decirse del charro negro si el viajero se limita a permitir su compañía hacia su lugar de residencia; si se acerca el amanecer, se despedirá cortésmente y se marchará con tranco lento, al igual que si el sendero que recorre lleva a las cercanías de una iglesia. Pero si, por el contrario, la mujer cede a sus ofertas de aligerar el viaje y condesciende a montar el caballo, esa acción será el principio del fin: una vez sobre el animal, la infortunada descubre que es imposible apearse. Es entonces cuando el charro negro vuelve su montura y se aleja, con rumbo desconocido, sin hacer caso de los ruegos o los gritos de su víctima, a la que no se vuelve a ver jamás».
Terminado el relato, el viejo se quedó en silencio, y yo con él, y mientras pensaba en aquello que me había relatado giré la cabeza para saber sobre su silencio y resultó que ya no estaba, había desaparecido dejándome solo y en la quietud de la noche.
¿Qué puedo decir de lo que en ese momento cruzo por mi mente? El panorama era el siguiente: entrada la noche y yo solo en una de las calles de Peña de Bernal, que está en el estado de Querétaro, es que solamente a mí se me ocurre alejarme del grupo del tour. Yo y mi manía de no querer andar «amorochado» en los viajes, sino que me gusta experimentar por mi cuenta.
Pues luego de ese relato no me quedó otra que encaminarme hacia el autobús del tour; terminé frente al Templo de San Sebastián, donde tuve que tocar para que me indicaran cómo regresar con mis compañeros, porque – debo reconocerlo – me había perdido.
En mi auxilio salió un monaguillo, el único que no debe ser de Bernal, porque no sabía indicarme la dirección a seguir y tuvo que llamar a uno de los sacerdotes. Quien acudió en mi ayuda fue un monje anciano que con más sonrisas que dientes se compadeció de mí y dijo que me señalaría el camino. Pero primero quiso saber el motivo de mi angustia y excesiva sudoración, a esas horas de esa fría noche.
Como pude le conté lo que había visto horas antes, las señoras persignándose, la gente saliendo del teatro, el relato del charro negro y la extraña desaparición del anciano que me contó la leyenda.
El monje me miró como entendiendo mi estado y en una actitud de querer lanzar más leña al fuego, me dijo en un suspiro de voz, igual que hizo el otro anciano, que él me contaría la verdadera historia del Charro Negro de Bernal.
«El padre Ramón amaba su pueblo. Había nacido ahí, y ahí esperaba quedarse hasta su muerte. Cómo era lógico en el siglo XIX, todos conocían al sacerdote por ser el párroco del Templo de San Sebastián, que se alza gobernando la Plaza Principal.
Una fría noche de noviembre, Ramón se encontraba terminando unos asuntos de la Iglesia en su casa. Estaban a punto de dar las tres de la mañana, pero con todo y que tenía que dar misa de siete para los trabajadores madrugadores, no podía irse a dormir sin terminarlo.
Unos minutos después, un poco pasadas las tres, escuchó golpes desesperados en su puerta.
Apresurado -y un poco preocupado- abrió la puerta para ver quién era tan tardío visitante.
Se encontró ante uno de los frecuentes de su misa de 7. Estaba pálido, sudoroso, y completamente borracho. Nervioso por su salud, le invitó a pasar y le sirvió una taza de café, la cuál tomó con vehemencia y de un trago. Una vez que se calmó un poco, comenzó a explicar el motivo de su visita.
«Padre», dijo «venía yo de estar con unos amigos bebiendo cerveza. Regresé sólo caminando por la obscuridad. Lo he hecho miles de veces pero nunca me había pasado algo así. En la intersección con el camino que lleva a Querétaro, me encontré con la figura de un hombre montado a caballo. Sólo vi su sombra, pero parecía tener un atuendo de charro. Pasé a su lado sin voltearlo ver, en caso de que fuera un maleante. Comenzó a seguirme y empece a correr. Cuando voltee, ya no estaba ahí padre. Vi hacia todos los lugares, incluso regresé un poco, y no estaba. Desapareció.»
Ramón se mostró escéptico ante la historia del desaparecido, sin embargo, su deber como sacerdote en el pueblo le obligaba a investigar, en el nombre de la Iglesia, ese tipo de casos. Por lo mismo, prometió a su visitante que iría al día siguiente a la hora señalada.
El miedo se apoderó de él durante el día, por lo que le pidió a uno de sus discípulos seminaristas que le acompañara aquella noche.
La obscuridad llegó como cualquier otro día, pero Ramón la sintió mil y un veces mas opresora, más aplastante, más siniestra. Pasaron las eternas horas hasta las dos y media de la mañana, hora en la que ambos sacerdotes salieron con dirección al lugar presuntamente embrujado.
Iban llegando al lugar a las tres de la mañana y no tuvieron que buscar mucho. Ahí lo vieron, más negro que la noche misma. La silueta de un hombre con sombrero de charro montado a caballo.
Se mantuvieron tranquilos al ver tan tenebroso panorama, pero el miedo creciente amenazaba con salir a través de un grito en ambos hombres de Dios.
Sin importar esto, caminaron hacia donde se encontraba el espectro, quién cabalgó tranquilamente hacia ellos. Con pasos temblorosos y rezos silenciosos llegaron a su encuentro. Al acercarse, no pudieron ver nada más que su sombrero y traje de charro negros, que iban en compás con su obscuro y desnutrido equino.
«Padre, necesito que me confiese», dijo el charro negro antes de que los sacerdotes pudieran decir algo. Era una voz profunda y terrible, amenazante y llena de tristeza. En ese momento, Ramón recordó que tenía de su lado la fuerza de la fe y el miedo desapareció.
«Claro que sí hijo», contestó, esperando poder ayudar al alma en pena. Pero voy a necesitar que te quites tu sombrero.
Al quitarse el sombrero de charro, el padre Ramón recuperó con creces el miedo que había perdido. Vio una cara
que no estaba ahí. Estaba cubierta de una piel verdosa putrefacta. En algunos lugares se podía llegar a ver el cráneo.
Al ver la reacción de Ramón, el muerto en vida extendió una mano cubierta por un guante de cuero y le tocó el pecho. Ramón calló desmayado y el charro negro desapareció.
Con trabajos, el joven sacerdote lo llevó a su casa, donde falleció dos días después».
Si el primer relato había puesto mis nervios de punta, no puedo describir lo que esta segunda leyenda hizo en todo mi cuerpo. Afortunadamente, el anciano sacerdote me acompañó hasta donde estaban estacionados los autobuses y encontré rápidamente aquel en el que había llegado a Peña de Bernal y a lo lejos vi al grupo que ya se acercaba a montarse en el transporte.
Como pude me acerqué a ellos y comencé a escuchar algunas impresiones de los viajeros, pero lo que llamó mi atención fue que contaran que mientras caminaban se acercó a ellos un jinete vestido de charro, todo de negro – incluido el corcel que montaba – y los acompañó como protegiéndolos, mostrándose muy atento y servicial, incluso quiso que algunas señoritas se montaran en su caballo para que no se cansaran, pero ninguna accedió a su petición, por lo que el jinete se despidió cortésmente y siguió su camino, internándose en la oscura noche, sin que nadie volviera a verlo más adelante.
¿Casualidades?, ¿mitos?, o simplemente mi Visión Particular de una leyenda y algunas variaciones que cuentan sobre el Charro Negro.
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