Sobre ser inmigrante he aprendido algo para mí, no sé si le sea útil a alguien. Y quizá éste sea mi aprendizaje porque soy una defensora de la soledad. La soledad como ese espacio vital de estar y convivir contigo misma, de generar cosas creativas y reflexivas que necesitan del silencio, del espacio vacío.
Lo primero, es que cada persona tiene su tiempo para el duelo. Para llorar lo que dejó, para vivir la nostalgia, para vencer el miedo por lo que viene, para aceptar su nueva existencia. Uno debe volverse a conectar con uno. No puedes vivir al ritmo que los demás quieren que vivas. Al fin y al cabo es tu vida, tu familia, tus afectos lo que dejaste. Nadie va a comprenderte, aunque te digan que sí. Se fastidiaran muy rápido de tu tristeza, de tu queja o de tu enfado. Así que hay que aprender de los mininos y de los perros, ellos hacen su espacio, lo huelen, lo orinan, lo marcan, y una vez que se sienten seguros, salen a saludar.
No es bueno salir a saludar a tu nueva vida con la tristeza colgando como lastre, porque la gente no vibra en tu tristeza, sino en tu alegría. Ni los que te reciben, ni a los que abandonaste. Porque nos guste o no la palabra, debemos reconocer que hay un abandono. Abandonas tu arquitectura, tu hogar que construiste con cada detalle, tu cama, tu jardín, tus mascotas, tu familia, la risa de tus hermanas (os), tus parques, tus cines, tus teatros.
Tantas cosas y tantas personas se quedan congeladas en tu memoria. Tu tristeza es tuya, de nadie más. Eso sí, hay que pasear la tristeza por la nueva ciudad en solitario. Es uno de los mejores regalos que te puedes hacer, porque es como si esa nueva arquitectura se comenzara amalgamar con tu mundo interior roto. La ciudad sí te entiende. Poco a poco, a punta de dedal e hilo invisible, la nueva ciudad va cociendo tu interior, casi de manera imperceptible. Y es precisamente la ciudad la que va ir redefiniendo tu transformación.
Caminar la ciudad es casi gratis, unos zapatos cómodos y abrirte a recibir a esa nueva cultura que te estalla en tu oído y en el iris. El primer mes es el más difícil, porque naturalmente lo rechazas. Y es correcto. ¿Por qué tienes que aceptar todo de golpe? Estás comprendiendo que ya no eres un turista, que ésta es tu nueva casa. Siempre serás un inmigrante. Y si a eso le sumas, que eres un inmigrante con pocos recursos económicos, debes moverte rápido, estacionar la tristeza y enfocarte de inmediato en tus prioridades.
Lo mejor es trazarte objetivos, pequeños pero alcanzables. Y armarte de paciencia, porque eres tú quien llega a un nuevo país que ya tiene sus reglas, sus hábitos, sus protocolos y sus prioridades, y créeme, tú como inmigrante no eres una prioridad para ese nuevo país, por el contrario, eres una carga si no te pones a “producir” de inmediato. Ese sentido de responsabilidad, salvará tu vida. No puedes llegar a un país para ser una carga, sino para hacer un aporte, por pequeño que sea. El proceso puede ser lento o violento, eso dependerá de tu arraigo. Pero, nunca hay procesos iguales. Cada quien sabe lo que dejó y lo que está encontrando.
Lo importante es ver hacia dentro de uno mismo, reorganizarse toma su tiempo, mejor encajar las piezas con cuidado y cariño. Los duelos son necesarios. Los desmembramientos afectivos tienen que tener su espacio, reacomodar un mundo afectivo y encima económico es una obra de arte, como obra de arte cada detalle importa, a la larga es tu mundo espiritual el que dejaste, y debes volver a construirlo.
No es un manual, ni un consejo, tampoco un decreto, ha sido sólo mi experiencia en estos tres meses. Con el tiempo vendrán más aprendizajes y el dolor se hará canto.
Gennys Pérez
PD: Este texto lo escribió Gennys Pérez hace unos 3 años, cuando salió de Venezuela y cumplía unos meses en México, pero sigue siendo una reflexión actual que debe servir de inspiración para todos los que por una razón u otra deben abandonar su país y sembrar raíces en otras latitudes, como lo hicieron todos los que dejaron una ofrenda en la Plaza de los Inmigrantes en San Salvador de Jujuy, y que en estas fotos se demuestra que uno llama hogar el lugar que lo recibe y lo cobija, no solo donde nació.
Fotos: Francisco Lizarazo
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